«A un cuarto de legua de la Plaza Mayor de Lima y encadenado a una serie de colinas, que son ramificación de los Andes, levantase un cerrillo de forma cónica, cuya altura es de cuatrocientas setenta varas sobre el nivel del mar. Los geólogos que lo han visitado convienen en que es una mole de piedra, cuyas entrañas no esconden metal alguno; y sabio hubo que, en el pasado siglo, opinara que la vecindad del cerro era peligrosa para Lima, porque encerraba nada menos que un volcán de agua. Las primeras lluvias del invierno dan al cerro pintoresca perspectiva, pues toda su superficie se cubre de flores y gramalote que aprovecha el ganado vacuno.
A propósito del río,
consignaremos que en 1554 el conquistador Jerónimo de Aliaga, alcalde del
Cabildo de Lima, representó y obtuvo que con gasto que no excedió de veinte mil
duros se construyese un puente de madera; mas en 1608, viendo el virrey marqués
de Monteselaros que las crecientes del Rímac amenazaban destruirlo, procedió a
reemplazarlo con el de piedra que hoy existe, y cuya construcción se terminó en
1610 con gasto de cuatrocientos mil reales de a ocho.
En 1634 una creciente del
Rímac destruyó la iglesia de Nuestra Señora de las Cabezas, a cuya
reedificación se puso término cinco años después.
En la noche del 11 de
febrero de 1696 se desbordó el brazo de río que pasa por el monasterio de la
Concepción, llegando el agua hasta la Plaza Mayor. En las tiendas de los
Portales, cuya construcción acababa de terminar el virrey conde de la Monclova
con gasto de veinticinco mil pesos, subió el agua a media vara de altura; y
como casi todas eran ocupadas por escribanos que tenían los protocolos en el suelo
y no en estantes, por lo caro de la madera, pudririéndose los documentos cuya
reposición fue, si no imposible, muy difícil. Desde entonces se trasladaron los
escribanos a otras calles, legando su nombre al Portal que habían ocupado.
Con las continuas avenidas
sufrieron tanto los cimientos del famoso y monumental puente de piedra, que en
tiempo del virrey Amat cundió la alarma de que el primer ojo amenazaba
desplomarse. Desde 1766 hasta 1777 duraron los trabajos de reparación,
terminados los cuales, y en reemplazo de la estatua ecuestre de Felipe V, que
se derrumbó en el terremoto de 1746, colocaron sobre la arcada el reloj de los
jesuitas, instituto que acababa de ser abolido. En 1852 el presidente general
Echenique reemplazó este reloj con otro que había mandado traer de Europa y que
desapareció en 1879 a consecuencia de un voraz incendio.
En 1536 el inca Manco, a la vez que con un ejército de doscientos mil indios asediaba el Cusco, envió sesenta mil guerreros sobre la recién fundada ciudad de Lima. Éstos, para ponerse a cubierto de la caballería española, acamparon a la falda del cerro, delante del cual pasaba un brazo del Rímac, cuyo curso continuaba por los sitios llamados hoy de Otero, y el Pedregal.
Durante diez días
sostuvieron los indios recios combates con los defensores de la ciudad, cuyo
número alcanzaba escasamente a quinientos españoles.
Entonces fue cuando, según
lo apunta Quintana refiriéndose al cronista Montesinos, la querida de Pizarro,
Inés Huayllas Ñusta, hermana de Atahualpa, instigada por una coya o dama de su
servicio, fue sorprendida dirigiéndose al real de los sitiadores, llevándose un
cofre lleno de oro y esmeraldas.
Pizarro perdonó a su
querida, a la que fue después madre de sus hijos Gonzalo y Francisca; pero
mandó dar garrote a la coya, instigadora de la fuga.
Eso de haber sido benévolo
para con la querida, es virtud que cualquiera la tiene y que está en la masa de
la sangre. ¡Miren qué gracia! Aquí viene de molde este pareado:
"Pues yo también soy
hecho de igual barro que el inmortal conquistador Pizarro".
Siempre que los sitiadores
emprendían el paso del río, para consumar la derrota y exterminio de los
sitiados conquistadores, volviese tan impetuosa la corriente, que centenares de
indios perecieron ahogados. Por el contrario, a los españoles les bastaba
encomendarse a San Cristóforo (cargador de Cristo) para vadear el río sin
peligro, y embestir sobre los atrincheramientos del enemigo, bien que con poco
éxito, pues eran constantemente rechazados y tenían que replegarse a la ciudad.
A no obrar el cielo un
milagro, los españoles estaban perdidos.
Y ese milagro se realizó!
En la mañana del 14 de
septiembre, día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la
Cruz, los indios emprendieron la retirada, sin que haya podido ningún
historiador explicar las causas que la motivaron.
A las cuatro de la tarde de
ese día, D. Francisco Pizarro, seguido de sus bravos conmilitones, se dirigió
al cerro, lo bautizó con el nombre de San Cristóbal, y para dar principio a la
erección de una capilla puso en la cumbre una gran cruz de madera.
Como por entonces no había
en Lima templo alguno, la misa dominical se celebraba en la Plaza Mayor, en
altar portátil que se colocaba frente al callejón de Petateros; mas en 1537 se inauguró
la capillita del Cerro de San Cristóbal, a la que, por devoción y por paseo,
afluía el vecindario en los días de fiesta.
Después, anualmente, el 14
de septiembre se efectuaba una bulliciosa romería al San Cristóbal. Había en
ella danza de moros y cristianos, abundancia de cohetes y francachela en
grande.
Aunque el terremoto de 1746
destruyó la capilla, dejando en pie parte de los muros, no por eso olvidó el
pueblo la romería anual, y en el sitio que antes fue sagrado se bailaba
desaforadamente y se cometía todo linaje de profanos excesos.
Allí, sin respeto a la
prohibición de la autoridad, se cantaba hasta el estornudo, cancioncita liviana
con que se conmemoraba la peste que afligió a Lima en 1719 y que, entre
estornudo y estornudo, condujo algunos prójimos al campo santo. Como muestra de
la cancioncilla popular, vaya una de sus coplas:
"Tiene
mi dueño eso pequeño, chiquito lo otro y estrecho el pie. ¡Ach!
¡María
y José!".
En 1784 el arzobispo La
Reguera prohibió la romería y mandó que se acabase de demoler la capilla,
dejando sólo, como recuerdo del sitio en que existiera, el arco de la puerta y
una cruz de madera en memoria de la que colocó Francisco Pizarro».
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