Sabemos,
señora traidora! (comenzó diciendo el jefe realista) que desde la rebelión de
1780, os habéis unido secretamente a la secta de traidores que, inclusive, con
su generoso apoyo logístico, formaron una horda de asesinos que ha venido
hostigando al ejército del rey con incursiones sangrientas que han costado
muchas vidas. Que en el dilatado lapso que va de entonces ahora, en su
condición de protectora, mentora y cómplice, habéis desarrollado una asolapada
actividad de encubrimiento y traición. Como estas acciones no han podido ser
ejecutadas tan solo por vos, ahora tendréis que decirnos los nombres de cada
uno de los traidores que os han secundado en su vil tarea traidora. ¡Hablad!.
¡Necesitamos saber el nombre de los canallas que colaborando con vos, han
complotado contra nuestro rey. ¡Hablad, ya…!.
Carratalá,
arrogante paseó su mirada por sobre la atónita multitud que en espantado
silencio se limitaba a mirar lo que estaba aconteciendo delante de sus ojos.
Nadie se atrevió a decir nada. El terror los tenía mudos de espanto e
indignación. Al comprobar que la prisionera no pronunciaba palabra ni parecía
tener la intención de hacerlo, llegó delante de ella para gritarle.
-¡Hablad,
maldita perra descastada!
Ella
con la serenidad que le daba su condición de amorosa servidora de su patria, le
mantuvo lo mirada con igual dosis de odio, sin inmutarse, sin protestar
siquiera. Esto indignó al carnicero. Presa de una ira incontrolable cruzó (ida
y vuelta) dos rebencazos con la fusta de plata sobre la cara de la mujer. Dos
cárdenas heridas resaltaron sobre su rostro pálido. Un sordo rugido del pueblo
se escuchó en la plaza. Ella ni se movió. El español, rojo de ira la miró
iracundo y pronunció cerca del rostro de la damnificada, su pregunta,
resaltando cada palabra con intención malhadada.
-¡Decidnos,
maldita perra, el nombre de vuestros cómplices!. ¡Si no lo hiciéreis, vive Dios
que separaré vuestra maldita cabeza del resto del cuerpo para que sepan cómo se
trata a los traidores. ¡Hablad!. Habéis rengado contra vuestro rey al que
debemos acatamiento leal y sincero. Se acercó nuevamente ante la dama que
pálida con la mirada altiva, soportaba el maltrato del español. La fusta de
cuero y guarniciones de plata, le puso debajo del mentón y se la levantó como a
punto de introducirla en sus carnes; le miró fijamente y, para que todos
oyeran, le conminó a que vivara al rey.- ¡Que vivas al rey, maldita perra!. Le
siguió un largo silencio tras el cual, presionada por la fusta que le estaba
quitando el resuello, la heroína abrió los labios. La gente no lo podía creer.
Todos pensaban que el español había ganado y que la prisionera obedecería la
orden, pero quedaron mudos de asombro cuando ella, tras abrir los labios, con
voz trémula y fina, gritó con las fuerzas que le daba su castigado cuerpo:
–
¡Viva la patria!. ¡Viva el Perú!
El
español que no esperaba semejante reacción, rojo como un tomate, comprendiendo
que la prisionera le había ganado ante tanta gente, perdió los papeles. Presa
de una ira homicida ordenó a su edecán, un capitán de lanceros: ¡Matadla!. Como
movido por un resorte, el capitán sacó el sable y con un salvaje mandoble que
se escuchó sordo en la plaza pública, casi cercenó la cabeza. Un grito de
espanto se escuchó en la plaza. Ella cayó sobre la nívea blancura de la nieve y
su sangre brotó a chorros incontenibles de las yugulares. Tras unos instantes
de sacudirse con los estertores de la muerte, quedó rígida sobre el suelo. Los
sollozos de las gentes fueron totales. Loco como un homicida rabioso, el
español gritó su última orden.
–
¡Sacad todo lo que tenga esta perra en su guarida y después convertidla en
cenizas!.
Los
jinetes partieron de inmediato a cumplir la orden y, tras dos horas, habían
vaciado la estancia de todo lo valioso que encontraron, luego prendieron fuego.
En poco tiempo, grandes llamaradas consumían la solariega casa de los Valdizán.
En dos grandes carretones, trasladaron las pertenencias de la heroína. Las
mujeres, conmovidas hasta las lágrimas, recogieron el cadáver con unción
religiosa, la bañaron, frotaron su cuerpo virginal con abundante agua de
lavanda y, siguiendo con la tradición minera, la amortajaron con el albo hábito
de la Virgen de las Nieves (matrona del pueblo) y, aquella noche, con la
asistencia de todas las supervivientes de la carnicería realista (los hombres
estaban muertos, heridos o prisioneros) la velaron en una casona donde
efectuaban sus reuniones. Sólo mujeres. En el camino, las salvadas de la
carnicería, llevando en las manos sus teas encendidas, se cruzaron con los
españoles que afanosos trasladaban su sangriento botín en numerosas carretas.
Al día siguiente, con la indecisa iluminación de un tímido sol invernal,
mujeres venidas de todos los rincones de Pasco, dejando su tarea de
reconstrucción de casas convertidas en pavesas humeantes, trasladaron el cuerpo
hasta el cementerio de la villa, cubierto con las banderas que días antes le
habían entregado los gloriosos soldados de la libertad. A lo lejos, como
terrorífico resplandor, se veía gigantescas llamas devorando a la ciudad minera
que ardía desde sus cimientos. Era el precio que pagaba por luchar por la
libertad. Llegados al cementerio en contrita procesión, el cuerpo de la heroína
fue depositado, blandamente, en un marco de llanto general y el desgarrado
canto del “Cocha Cuyllur” de un ciego cantor nativo. No hubo más. Así en medio
de la sencillez fue depositado en el cementerio del pueblo el sarcófago de la
más grande luchadora por la libertad del Perú. A esa misma hora tomaron
conocimiento que el cuerpo del viejo minero José Acevedo de Montemayor había
sido encontrado en el interior de su opulenta vivienda en Colquijirca, colgando
de una soga. Al no poder soportar la dimensión de la tragedia que ocasionara,
se había ahorcado.
Fuente:
Pueblo Mártir / César Pérez Arauco.