domingo, 31 de marzo de 2019

María Valdizán


Sabemos, señora traidora! (comenzó diciendo el jefe realista) que desde la rebelión de 1780, os habéis unido secretamente a la secta de traidores que, inclusive, con su generoso apoyo logístico, formaron una horda de asesinos que ha venido hostigando al ejército del rey con incursiones sangrientas que han costado muchas vidas. Que en el dilatado lapso que va de entonces ahora, en su condición de protectora, mentora y cómplice, habéis desarrollado una asolapada actividad de encubrimiento y traición. Como estas acciones no han podido ser ejecutadas tan solo por vos, ahora tendréis que decirnos los nombres de cada uno de los traidores que os han secundado en su vil tarea traidora. ¡Hablad!. ¡Necesitamos saber el nombre de los canallas que colaborando con vos, han complotado contra nuestro rey. ¡Hablad, ya…!.

Carratalá, arrogante paseó su mirada por sobre la atónita multitud que en espantado silencio se limitaba a mirar lo que estaba aconteciendo delante de sus ojos. Nadie se atrevió a decir nada. El terror los tenía mudos de espanto e indignación. Al comprobar que la prisionera no pronunciaba palabra ni parecía tener la intención de hacerlo, llegó delante de ella para gritarle.

-¡Hablad, maldita perra descastada!

Ella con la serenidad que le daba su condición de amorosa servidora de su patria, le mantuvo lo mirada con igual dosis de odio, sin inmutarse, sin protestar siquiera. Esto indignó al carnicero. Presa de una ira incontrolable cruzó (ida y vuelta) dos rebencazos con la fusta de plata sobre la cara de la mujer. Dos cárdenas heridas resaltaron sobre su rostro pálido. Un sordo rugido del pueblo se escuchó en la plaza. Ella ni se movió. El español, rojo de ira la miró iracundo y pronunció cerca del rostro de la damnificada, su pregunta, resaltando cada palabra con intención malhadada.

-¡Decidnos, maldita perra, el nombre de vuestros cómplices!. ¡Si no lo hiciéreis, vive Dios que separaré vuestra maldita cabeza del resto del cuerpo para que sepan cómo se trata a los traidores. ¡Hablad!. Habéis rengado contra vuestro rey al que debemos acatamiento leal y sincero. Se acercó nuevamente ante la dama que pálida con la mirada altiva, soportaba el maltrato del español. La fusta de cuero y guarniciones de plata, le puso debajo del mentón y se la levantó como a punto de introducirla en sus carnes; le miró fijamente y, para que todos oyeran, le conminó a que vivara al rey.- ¡Que vivas al rey, maldita perra!. Le siguió un largo silencio tras el cual, presionada por la fusta que le estaba quitando el resuello, la heroína abrió los labios. La gente no lo podía creer. Todos pensaban que el español había ganado y que la prisionera obedecería la orden, pero quedaron mudos de asombro cuando ella, tras abrir los labios, con voz trémula y fina, gritó con las fuerzas que le daba su castigado cuerpo:

– ¡Viva la patria!. ¡Viva el Perú!

El español que no esperaba semejante reacción, rojo como un tomate, comprendiendo que la prisionera le había ganado ante tanta gente, perdió los papeles. Presa de una ira homicida ordenó a su edecán, un capitán de lanceros: ¡Matadla!. Como movido por un resorte, el capitán sacó el sable y con un salvaje mandoble que se escuchó sordo en la plaza pública, casi cercenó la cabeza. Un grito de espanto se escuchó en la plaza. Ella cayó sobre la nívea blancura de la nieve y su sangre brotó a chorros incontenibles de las yugulares. Tras unos instantes de sacudirse con los estertores de la muerte, quedó rígida sobre el suelo. Los sollozos de las gentes fueron totales. Loco como un homicida rabioso, el español gritó su última orden.

– ¡Sacad todo lo que tenga esta perra en su guarida y después convertidla en cenizas!.

Los jinetes partieron de inmediato a cumplir la orden y, tras dos horas, habían vaciado la estancia de todo lo valioso que encontraron, luego prendieron fuego. En poco tiempo, grandes llamaradas consumían la solariega casa de los Valdizán. En dos grandes carretones, trasladaron las pertenencias de la heroína. Las mujeres, conmovidas hasta las lágrimas, recogieron el cadáver con unción religiosa, la bañaron, frotaron su cuerpo virginal con abundante agua de lavanda y, siguiendo con la tradición minera, la amortajaron con el albo hábito de la Virgen de las Nieves (matrona del pueblo) y, aquella noche, con la asistencia de todas las supervivientes de la carnicería realista (los hombres estaban muertos, heridos o prisioneros) la velaron en una casona donde efectuaban sus reuniones. Sólo mujeres. En el camino, las salvadas de la carnicería, llevando en las manos sus teas encendidas, se cruzaron con los españoles que afanosos trasladaban su sangriento botín en numerosas carretas. Al día siguiente, con la indecisa iluminación de un tímido sol invernal, mujeres venidas de todos los rincones de Pasco, dejando su tarea de reconstrucción de casas convertidas en pavesas humeantes, trasladaron el cuerpo hasta el cementerio de la villa, cubierto con las banderas que días antes le habían entregado los gloriosos soldados de la libertad. A lo lejos, como terrorífico resplandor, se veía gigantescas llamas devorando a la ciudad minera que ardía desde sus cimientos. Era el precio que pagaba por luchar por la libertad. Llegados al cementerio en contrita procesión, el cuerpo de la heroína fue depositado, blandamente, en un marco de llanto general y el desgarrado canto del “Cocha Cuyllur” de un ciego cantor nativo. No hubo más. Así en medio de la sencillez fue depositado en el cementerio del pueblo el sarcófago de la más grande luchadora por la libertad del Perú. A esa misma hora tomaron conocimiento que el cuerpo del viejo minero José Acevedo de Montemayor había sido encontrado en el interior de su opulenta vivienda en Colquijirca, colgando de una soga. Al no poder soportar la dimensión de la tragedia que ocasionara, se había ahorcado.

Fuente: Pueblo Mártir / César Pérez Arauco.