lunes, 30 de noviembre de 2020

Dora Mayer y Pedro Zulen: La historia de una pasión


Pedro Zulen 

Un destino cruel e injusto ha querido ensañarse con Dora Mayer de Zulen, como le gustaba referirse a sí misma, de cuyo nacimiento se cumplen hoy 140 años. (2008) Una mujer que en las primeras décadas del siglo pasado protagonizó una de las historias más raras de las que tenga noticia la sociedad limeña. Y resulta rara, por no decir insólita, porque Dora Mayer era una mujer inteligente, asombrosamente culta y dueña de una obra intelectual que ha merecido el respeto de todos aquellos que la conocen. Pero cometió el enorme disparate de enamorarse perdidamente a una edad en que enamorase como lo hizo ella resulta reprobable para algunos y una locura para muchos. Y de un hombre menor que ella y de distinta raza que no sólo no correspondió a su requerimientos, sino que además la desairó de un modo que la devolviera a la realidad de su solitaria vida y que hizo que todo Lima, durante los años siguientes, la hiciera blanco de sus burlas. Una injusticia, decíamos, porque lo realizado por Dora Mayer fue sencillamente extraordinario.

Aunque nació en Hamburgo, Alemania, el 12 de marzo de 1868, y llegó al Perú a los cinco años de edad, adoptó la cultura y nacionalidad peruana hasta identificarse plenamente con los problemas y contradicciones de un país que llegó a comprender mejor que otros. Y fue en el periodismo donde encontró el mejor vehículo para denunciarlos.

Aunque colaboró con diarios y revistas de la capital con artículos que abordaban una diversidad de temas y con una profundidad que revelaban la excelente formación que había recibido en su propio hogar, ya que nunca asistió a una escuela, fue con El Comercio que estableció una relación de más de cuatro décadas que inició en 1900. En su biografía ha escrito que fue el decano el que le “resolvió su situación económica”, cuando ésta ya no era muy buena, al aceptar el pago por sus colaboraciones que anteriormente había rechazado por sus artículos, en una época en que escribir en un periódico no era precisamente muy bien remunerado, y si acaso ocurría esto.

En 1909, junto con Pedro Zulen, un joven filósofo de San Marcos de ascendencia china y 22 años menor que ella, y Joaquín Capelo, un renombrado catedrático, fundó la Asociación Pro-Indígena que buscaba escuchar, atender y encontrar solución a las denuncias y problemas de los indios. Según Mariátegui, fue ella el verdadero motor de la Asociación y quien, a decir de Basadre, financiaba la publicación de su órgano de difusión, ‘El Deber Pro-Indígena’, un boletín que pese a la brevedad de sus páginas llegó a cumplir un papel relevante en la causa indigenista. Fue en los avatares de este activismo social, en la agitada actividad en defensa de los indios, en las continuas e innumerables noches redactando informes, denuncias y manifiestos, donde empezó a incubarse la desenfrenada admiración que Dora Mayer comenzó a profesar por Pedro Zulen y que terminaría haciéndole perder de vista la frontera que separa la verdad de la fantasía.

La mujer que se atrevió a escribir que “los indígenas ya no mueren como carne de cañón bajo las órdenes de los caudillos y los generalotes, sino como carne de máquinas trituradoras al servicio de negociantes extranjeros”; la misma que expresaba su ira cuando la prensa de Lima hacía mofa de las sublevaciones indígenas en el Sur, escribiendo furibunda: “¡Burlarse de la pobreza y desgracia de los indígenas en momentos en que más de cien individuos de esta raza yacen víctimas de cruel e impune asesinato en Azángaro! ¡Burlarse de la mendicidad de esta raza que es culpa de los que gobiernan, de los que piensan en el Perú! ¿Es concebible semejante infamia?”, es la misma que, confundiendo la realidad con el deseo, dirigió una carta declarándole su amor a Zulen: “Te quiero cuidar y te quiero querer”, escribió. A pesar del aprecio y reconocimiento que le tenía, Zulen la rechazó. Pero Dora insistió e insistió tanto que hizo de la vida pública de Zulen, que ya empezaba a ser reconocida, un verdadero martirio. “Le impuso no el amor, sino el ridículo”, ha escrito José B. Adolph. Se vio obligado a deshacer la Asociación y evitar todo vínculo con ella. Fue entonces cuando ocurrió lo imprevisto, la noche que cambiaría la vida de ambos. O tal vez sólo la de ella.

El había logrado una beca para seguir estudios de filosofía y psicología en Harvard y estaba por embarcarse. Fue a despedirse de ella y a pedirle dinero prestado, como en otras ocasiones había ocurrido. Era la noche del 25 de junio de 1920. Lo que sucedió entonces fue desmentido hasta la saciedad por él y ventilado a los cuatro vientos por ella. Reveló que aquella noche ella, una “virgen de 52 años”, se había entregado a él. Que aquella había sido la noche de sus ‘desposorios espirituales’ y así lo dejó partir. Cuando Zulen retornó al país, en 1923, ella insistió en irse a vivir con él. Ante su negativa, se apareció en su casa y exigió que la dejaran entrar. Fue necesario recurrir a la fuerza pública para que abandonase la puerta de la casa familiar, mientras Zulen lanzaba la frase que ella recogió en un folleto, “Zulen y yo”, y que se la reprochó siempre: “Esa señora no es nada mío”.

Cuando Zulen empeoró de la tuberculosis que lo llevaría a la tumba, ella pidió cuidarlo pero se lo negaron. Ofreció dinero y también lo rechazaron. "El daño moral, que por exceso de amor, le hiciera Dora Mayer, fue inmenso”, sentenció Basadre. Cuando murió el 27 de enero de 1925, ella pidió despedirse de él y otra vez encontró la negativa de la familia. Compadecida de ella, la madre de Zulen permitió que se acercara al féretro. “La desesperación en el rostro de esta mujer fea y vieja ante el cadáver de Zulen, continúa Basadre, hacían borrar cualquier juicio de censura o de enfado para transformarlo en una honda piedad".

Ella le sobrevivió todavía 34 años más y hasta el fin de sus días insistió en sus ‘desposorios espirituales’. Su lápida, en el antiguo cementerio británico, en Bellavista, consigna su nombre tal y como fue su primer y último deseo: Dora Mayer de Zulen. El poeta Manuel Beltroy, entre condolido y burlón, se refería a esta desventurada historia entre un chino-peruano y una alemana peruanizada como la “Historia de una pasión peruana”. Cierto, ¿No?

DORA POR ELLA MISMA

La Periodista.- “Establecida definitivamente mi familia en el Perú desde el año 1873 todo el contacto espiritual con el mundo se fundamenta sobre El Comercio, que descolla por su información universal y su exhibición del intelectualismo patrio desde los días en que no hubo ningún diario de importancia a su lado… Los archivos de El Comercio son de un valor inapreciable para la historia nacional, que en otra parte difícilmente tendría tanta continuidad de apunte”.

Memorias (1993)

La Activista.- “Los que se llaman la nación peruana no adivinan cuánto sufre el indio campesino, y este indio no adivina que su sufrimiento individual importa la lenta sangría y la muerte a la nación a la que pertenece. El Perú se muere sin que nadie lo sienta, puesto que la idea de la nación radica sólo en el cerebro de la colectividad, mientras que el gran cuerpo de la población, en cuyas venas se manifiestan los síntomas de la agonía que se aproxima, no tiene cómo comunicarse con el cerebro”.

El estado de la causa, 1912

La Amante.- “Zulen no se ha esmerado en lo menor en dejar bien puesto mi nombre, teniendo motivos para respetarme. ¿Cayó en el absurdo propio de los hombres de despreciar a la mujer que lo ama, por la razón misma de amarlo? ¿Ha sido porque creía que me sabía cuidar sola? Pues, pienso cuidarme, entregando al mundo el problema que él me dejó irresuelto”.

Carta a Angélica Palma

sábado, 31 de octubre de 2020

Ildefonso Graña


Se llamaba Ildefonso Graña Cortizo (aunque todos le llamaban Alfonso) y había nacido el 5 de marzo de 1878, en la aldea de Amiudal, en el municipio ourensano de Avión, hijo de un humilde sastre rural. Como muchos otros jóvenes gallegos, se embarcó rumbo a América huyendo de la pobreza, en busca de un futuro mejor. La fiebre del caucho y las grandes cantidades de dinero que generaba lo atrajeron hacia la selva amazónica; vivió en las ciudades brasileñas de Manaos y Belén de Pará, antes de instalarse en Iquitos (Perú). Allí, Graña hizo amistad con otro expatriado gallego, Cesáreo Mosquera, republicano ferviente, antiguo soldado en las Filipinas y dueño de una librería en el departamento de Loreto. La hermana de Alfonso, Florinda, también se instalaría en Iquitos, donde se casó y aún hoy viven sus descendientes.

Pero en torno a 1920, el esplendor del caucho americano se vino abajo. La llegada a los mercados del caucho procedente de las colonias británicas, más barato y abundante, hundió a la industria cauchera del Amazonas. Miles de personas se quedaron sin trabajo, entre ellas Alfonso. Pero él, hombre decidido y emprendedor, decidió partir en busca de nuevas oportunidades de negocio, adentrándose en la selva acompañado por un compatriota suyo, del que no se sabe su nombre pero si que era natural de la aldea de Abelenda, en el mismo municipio del que Graña era natural.

Al poco de comenzar su viaje, ambos aventureros cayeron en manos de una tribu de huambisas, los temibles jíbaros, feroces guerreros famosos por su costumbre de reducir las cabezas de sus enemigos, que conservaban como trofeos. Su amigo muere a manos de los indios, pero Alfonso tiene la fortuna de que la hija del cacique local queda prendada de él y ruega a su padre que se lo entregue como esposo. Y así, casado con la hija del jefe, Alfonso se queda a vivir con la tribu. Muy pronto se gana el respeto y la admiración de los indios por su fortaleza y valor; no lo afectan las enfermedades de la selva, ni la picadura de las tarántulas, y a la hora de descender por los rápidos del temible Pongo de Manseriche ni se molesta en amarrarse a la canoa. Tal es la fascinación que sienten por él, que cuando poco después fallece su suegro, los indios le reconocen como su sucesor y su nuevo rey, con gobierno sobre 5000 indígenas. Años después de haber dejado la civilización, sin que hasta entonces se hubiera sabido nada de él, el rey Alfonso hace su espectacular aparición en Iquitos, al frente de dos grandes canoas cargadas de mercancías y varios indios, para gran alegría de su amigo Mosquera quien ya lo daba por muerto. A partir de ese momento, el rey Alfonso viaja hasta Iquitos una o dos veces al año, para comerciar con los productos de la selva (tortugas, monos, carne curada, pescado). Durante sus visitas, enseñaba la ciudad a sus súbditos jíbaros, a los que compraba helados o paseaba en el Ford descapotable de su amigo Mosquera. Éste, a su vez, aprovecha las visitas de Graña para poner por escrito las historias y aventuras que su regio amigo le cuenta de su vida en la selva. Esos documentos son hoy en día la principal fuente de información sobre Graña y su reinado.

Su autoridad entre los indios se asentó rápidamente; les enseñó a aumentar la producción de sal (elemento valiosísimo en la selva) y se afanó en poner paz entre las tribus huambisas y aguarunas, que se enfrentaban muy a menudo. En 1926, la petrolera norteamericana Standard Oil quiso hacer prospecciones petrolíferas en la zona, y tuvo que negociar con Alfonso para asegurarse de que sus exploradores no eran atacados, además de proporcionarles guías y víveres.

A principios de los años 30, Mosquera se entera, a través de un artículo periodístico de Víctor de la Serna en el periódico El Sol de la existencia del proyecto de una expedición española al Amazonas, liderado por el conocido piloto Francisco Iglesias Brage, y que contaba con el apoyo del gobierno republicano y numerosos intelectuales de la época. El librero escribe a Brage ofreciéndole su colaboración y la de Alfonso, y Brage responde entusiasmado. Comienza entonces un intercambio epistolar que dura cuatro años, entre 1931 y 1935, en el que Graña y Mosquera envían todo tipo de datos al piloto sobre la selva (fauna, flora, costumbres de los indígenas) además de muestras de agua, animales, insectos y fotografías tomadas por el propio Graña. Es por aquel entonces que el nombre de Alfonso Graña comienza a hacerse célebre, gracias a los artículos publicados por de la Serna, en los que le llama Alfonso I del Amazonas. La famosa expedición no llegaría a realizarse, frustrada, como tantas otras cosas, por el estallido de la Guerra Civil.

En 1933 tiene lugar uno de los hechos que más contribuyeron a acrecentar la fama del rey gallego de los jíbaros. El 22 de febrero de ese año, tres hidroaviones de la Fuerza Aérea peruana, que participaban en la guerra entre Colombia y Perú, se veían obligados a amarar de emergencia en el Amazonas por culpa de una tormenta. Uno de los aviones se estrella y fallece su piloto, Alfredo Rodríguez Ballón, y otro se avería. El tercer aparato logra despegar llevando consigo a las tripulaciones de ambos aviones. El rey Alfonso, entonces, ordena embalsamar el cadáver del piloto muerto y cargar en varias canoas los dos hidroaviones siniestrados, y desciende con ellos por el peligroso cauce del río Nieva, plagado de rápidos, hasta Iquitos, donde entrega el cadáver a la familia del muerto y los hidroaviones al ejército peruano. En agradecimiento, la Fuerza Aérea peruana lo condecora y el gobierno del país lo reconoce oficialmente como rey de los huambisas y le otorga el derecho de explotación de las salinas de la selva.

Alfonso Graña y su hijo

Alfonso Graña moriría en noviembre de 1934, al parecer a consecuencia de un cáncer de estómago. Sus súbditos sepultaron su cuerpo en un lugar desconocido de la selva. Graña tuvo dos hijos con su esposa, una niña que murió a corta edad, y un niño, llamado como su padre, que seguía con vida hasta hace unos años. Uno de sus nietos, Kefrén Graña, es el líder de la Federación de Comunidades Wampis de Río Santiago, que junto a otras comunidades y organizaciones indígenas creó el año pasado el primer gobierno indígena autónomo del Perú.

Compilado

sábado, 26 de septiembre de 2020

Juliane Koepcke

 

Juliane, tenía 17 años cuando fue succionada de un avión después de que fue golpeado por un rayo. Cayó 2 millas al suelo atado a su asiento y sobrevivió. Sin embargo, tuvo que soportar una caminata de 10 días a través de la selva amazónica antes de ser rescatada por un equipo de tala. De 93 pasajeros y tripulación, y fue la única sobreviviente del accidente.

LA INCREÍBLE HISTORIA DE JULIANE KOEPCKE

El 24 de diciembre de 1971, Juliane y su madre María se dirigieron al Aeropuerto Internacional Jorge Chávez en Lima, Perú, y fueron parte de las 92 personas que abordaron un cuatrimotor Lockheed 188 Electra bautizado como Mateo Pumacahua, correspondiente al vuelo 508 de LANSA con destino a la ciudad de Pucallpa, donde su padre, que allí trabajaba, las esperaba para celebrar Navidad.

Cuando sobrevolaban la selva del Amazonas, se formó una tormenta, con fuertes vientos y lluvia. La voz de una azafata fue la que le salvó la vida a Juliane.

"Señores pasajeros, les informamos que la zona de turbulencias que estamos atravesando se debe a una importante tormenta sobre la selva Amazónica. Abróchense los cinturones".

En el momento en el que las sacudidas fueron más violentas, los equipajes de mano salieron de sus cubículos, el avión descendió 4000 metros y el piloto buscaba aire más denso para poder realizar un aterrizaje de emergencia, Juliane lo describió de la siguiente manera

"Yo fijaba la vista en el motor derecho como recurso virtual a mi falta de apoyo físico. La fría humedad de la mano de mi madre delataba su consabido sufrimiento. En ese punto, el viaje se tornó en la aventura de mi vida cuando una inmensa y cegadora luz atravesó la hélice que yo contemplaba. El avión se escoró rápidamente y comenzó a caer picado gobernado ahora únicamente por la fuerza de la gravedad".

A las 12:36 un rayo golpeó al avión cuando estaba a unos 3000 metros de altura, y explotó.

Juliane salió despedida del avión, asida por su cinturón al asiento, y cayó sobre las copas de los árboles, cuyas ramas y la densa vegetación amortiguaron el impacto hasta el suelo. Estuvo inconsciente unas 3 horas, y cuando despertó la mañana siguiente, se encontraba en tierra, debajo de su butaca, y rodeada de la más densa selva. El hecho de haber caído con su butaca, y que ésta cayese sobre la espesa vegetación le salvó la vida.

Juliane miró a su alrededor y junto a ella había solo cuerpos y restos del avión.

Me desperté sentada en el mismo asiento, como iniciando otro viaje pero, esta vez, al infierno. Había tres cuerpos desmembrados a mi alrededor, creía que se trataba de una pesadilla y me volví a dormir por unos instantes. Cuando creí volver en mí me atraganté de realidad. Cuerpos inertes colgaban de los árboles, hierros, asientos, ropas y maletas desparramadas por la selva, humo, mucho humo y crepitar de combustiones desperdigadas hasta donde la espesura de la jungla dejaba distinguir.

Increíblemente, Juliane Koepcke tenía solo heridas mínimas: su brazo tenía un corte, tenía una herida en su hombro, tenía un ojo morado y una clavícula rota.

Juliane pasó los siguientes dos días tratando de buscar ayuda, pero lo único que halló fueron los restos calcinados del aparato y los cadáveres de otros pasajeros.

Juliane decidió aferrarse a la vida y sobrevivir a toda costa. Recordando los consejos de su padre, quien le enseñó nociones de cómo orientarse en un lugar desconocido, Juliane empezó a seguir el curso de un arroyo, con la esperanza de que éste la condujera hasta ríos más caudalosos, en donde podría habitar gente. Debido a que el río era cálido, pudo calentarse y no morir de frío, además de que el agua era potable. En algunos tramos tuvo que nadar, porque presentaba cierta profundidad. Los cocodrilos de la zona no le atacaron. Aunque observó algunas frutas en los árboles, no se las comió porque sabía que eran venenosas.

Fueron días aciagos, en los que debió hacer frente a un calor insoportable, a las picaduras de los mosquitos, y al peligro de que se le apareciera un animal salvaje. Juliane no sabía que se encontraba a más de 600 km de cualquier centro habitado, en plena Amazonía peruana.

Tras diez días de caminata por la jungla, finalmente llegó a un río navegable y caminó por manglares y la orilla hasta dar con una canoa a motor y una choza, que servía de refugio para cazadores. No quiso robar la canoa, por lo que esperó varias horas hasta que los propietarios llegaran de vuelta. Entretanto, y dado que su cuerpo se había parasitado con larvas de moscas, se roció con combustible para intentar limpiar la herida.

A la mañana siguiente, los cazadores, que eventualmente transitaban por dicho lugar, la encontraron en el refugio. La llevaron hasta su aldea, donde le dieron comida y le curaron las heridas más graves. Al día siguiente, Juliane fue llevada en canoa durante diez horas de viaje hasta el pueblo de Tournavista, donde le trasladaron en avión hasta Pucallpa para ser internada en el hospital. Allí, se reunió con su padre, en un emotivo reencuentro.

Las indicaciones de Juliane Koepcke ayudaron a dar con los restos del avión —se encontró la parte delantera casi intacta— y constatar que si bien sobrevivieron 13 pasajeros, entre los cuales se encontraba el piloto del avión, que quedó muy malherido tras la caída, estos no vencieron a la selva y fallecieron en diversas circunstancias.

Juliane se trasladó a Alemania, donde se recuperó totalmente de sus heridas y continuó sus estudios, obteniendo su título en zoología y biología en 1987. La Dra. Juliane Diller, como se la conoce actualmente, se especializa en mamalogía, sobre todo en el estudio de murciélagos. Actualmente trabaja como bibliotecaria en la Colección zoológica del Estado de Bavaria en Múnich.

Hoy, se dedica a cuidar los ecosistemas que, según ella, le salvaron la vida.

Bibliografía: Koepcke, Juliane. «Cuando caí del cielo: La increíble historia de supervivencia que se volvió película ahora.

Mi antiguo Perú TV.   -  Jhonatan Meléndez - Imágenes e Historias del Perú y del Mundo

 

lunes, 31 de agosto de 2020

Pueblo Libre



Hoy la “Villa de los Libertadores” cumple su 198° Aniversario de creación política. (26/8/2020)

Pueblo Libre es un distrito con un rico pasado histórico que se remonta incluso al periodo prehispánico, como un importante centro de poder económico y político por las actividades agropecuarias que se desarrollaron en su rico territorio; y por el significativo papel que cumplió durante el proceso de nuestra independencia como la “Magdalena Vieja”. Además le tengo mucho cariño porque en el nacieron o residen muy buenos amigos de toda la vida y porque mi papá trabajó en su Municipalidad bajo el liderazgo del recientemente fallecido señor Luis Rosselló. 

Acompaño una foto de los primeros años de 1900, la antigua bodega Queirolo fundada en 1880 en el cruce de las actuales avenidas general Manuel Vivanco y San Martin, un rincón característico del distrito, apreciándose el “tranvía de sangre” (de tracción animal) que circulaba por Manuel Vivanco hasta la avenida de La Magdalena, actual avenida Brasil, hacia el centro de Lima; y el canal que recorre todo San Martin por el frente de la histórica iglesia de Santa María Magdalena, joya arquitectónica inicialmente construida en 1557.

Fuente: Una Lima que no se va.