jueves, 30 de noviembre de 2023

Un triste epílogo de Tacna y Arica

(Este relato se basa en un hecho real)

El 28 de Agosto de 1929 Chile devolvió Tacna al Perú, mediante el llamado “Tratado de Lima”. Se cumplía así, en parte, el artículo 3°, pendiente del “Tratado de Ancón”, cuyas disposiciones habían sido las de someter a plebiscito el dominio de las provincias de Tacna y Arica, luego de cumplidos 10 años del tratado; disposiciones que hasta esa fecha no habían sido cumplidas.

De esta forma Chile abandonaba después de casi 50 años la provincia de Tacna. Además se demarcó la frontera definitiva. Era el fin de la cuestión de Tacna y Arica. Previamente, el 4 de marzo de 1925, el Presidente de los Estados Unidos de América, Calvin Coolidge, designado árbitro por Chile y Perú, había emitido su laudo sobre la cuestión de Tacna y Arica.

En él se consideraba que el territorio de Tarata, ocupado por Chile, no era parte de la provincia de Tacna, por lo que debía ser devuelto al Perú. En vista de esta situación, a contar del 20 de agosto de 1925, el subdelegado y a la vez jefe de las tropas del Cuerpo de Carabineros acantonadas en Tarata, empezó a recibir claras y precisas instrucciones sobre cómo debería procederse a la entrega de ese vasto territorio a las autoridades peruanas.

Era el 28 de agosto, en vísperas ya de la entrega, en horas de la tarde, el mando dispuso que un carabinero del puesto de “Pistala” debía concurrir a la tenencia “Chucatamani”, a comunicar que el personal, con la totalidad del equipo y bagajes, debería replegarse al día siguiente a la base del Escuadrón. Recibida la orden en “Pistala”, se dispone que ella sea cumplida por el Carabinero Manuel Aguayo Paillalef, un mocetón venido de las lejanas tierras de Carahue, en pleno corazón de la selva mapuche. Diestro en el manejo de la carabina, es además un excelente jinete, motivo por el que no hay dudas de su correcta designación.

Montado en su brioso caballo “Metal”, abandona el caserío rumbo a Chucatamani, con la confianza propia del hombre de bien, que no teme adentrarse en esos sombríos parajes; lo mismo que hacía en su lejana tierra cubierta de quilantros y robles añosos y cimbreantes, allá donde la lluvia caía persistente cubriéndole el rostro y el viento marino lo doblegaba y se alejaba presuroso hasta perderse en los roqueríos de su lejana Nahuelbuta.

Esos eran los lugares que solía recorrer durante su niñez, acompañado de su madre, la que gustaba coger manojos de copihues y los dejaba deslizar por sus orejas simulando chaquiras, situación que le agradaba y, sin embargo un día de arrestos juveniles llegó hasta la casona donde funcionaba el Escuadrón, con su juventud y sus ansias de correr tierras y se hizo carabinero…

El CARABINERO AGUAYO PAILLALEF ES ASESINADO,
METAL PERMANECE A SU LADO

Pero mientras seguía su marcha, repentinamente la huella por la que transitaba se hizo fugaz, de su mano izquierda manaba sangre, algo incomprensible que le hizo soltar las bridas. Volteó su cuerpo hacia la derecha para repeler el ataque con su carabina, pero un nuevo escozor, esta vez en el estómago, le hizo mantenerse inmóvil sobre el noble animal, que corría raudamente. En un intento desesperado, que sólo lo otorga la hombría, Aguayo descuelga su carabina del gancho, pero ya una negra nube lo cubre todo. Sus esfuerzos son escasos e instintivamente lanza el arma en medio de unos matorrales. Sofocado abre el cuello de su blusa, la gorra cae y el cinturón de servicio se desliza, dibujando una serpiente en el camino, en tanto que la bandolera le golpea insistentemente en la espalda. En una pequeña curva el caballo se detiene, las fuerzas abandonan al jinete que desciende penosamente y trata de sentarse en la falda del cerro. Allí, rememorando las hazañas de sus nobles antepasados que se le agolpan en la mente, Aguayo da una última mirada a “Metal” y volviendo levemente su cara hacia la izquierda y hacia lo alto traspasa los umbrales de la inmortalidad. El brazo aleve que segó su vida cumplió con su estéril misión. Aguayo, en cambio, cayó por la Patria en el camino del cumplimiento del deber.

La noche cubre su manto sobre las serranías de Chucatamani.

“Metal”, de quien se dirá después, que corrió unos kilómetros de regreso a Pistala, se encuentra ahora al lado de su amo y no lo abandona, parece saber que su puesto está en ese lugar y espera verlo levantarse de un momento a otro, más el manto de la noche se extiende por los cerros aledaños cubriéndolo todo y nada sucede. Ni un movimiento por parte de su jinete, eso lo impacienta. El frío nocturno se hace más y más intenso. Todo es oscuridad.

El amanecer comienza a proyectarse lentamente, el sol parece ser un nuevo observador de la escena incomprensible. Más de diez horas han pasado desde que cayera el mártir y sin embargo “Metal” no se ha movido de su lado. A ratos observa largamente el cadáver de su amo, jinete de tantas jornadas, que sólo cambia de posición por algunos momentos. La silla ya comienza a molestarle pero ni siquiera intenta desprenderse de ella, hay algo que considera primordial y de mayor atención: el jinete caído a la vera del camino.

La huella en la que se encuentran, es de día un camino de cierto tránsito entre ambos poblados. De pronto aparece en el lugar un comerciante español llamado Juan González Durán, quien descubre la dolorosa escena y presuroso lleva la notica a Chucatamani.

El sol de la tarde del 29 de agosto de 1925, fue el único mudo testigo al que nunca se le podría arrancar la verdad de lo sucedido en ese caluroso lugar.

Jamás se pudo encontrar al asesino, pues al día siguiente el destacamento abandonó para siempre esos estériles parajes. No obstante, en el sumario que se levantó al efecto, quedó estampado el nombre del peruano Julio Gil, como el autor de los dos disparos que dieron muerte al carabinero Aguayo. El hecho de vivir en el sector peruano impidió que fuera detenido y juzgado por este alevoso crimen.

Los restos de Aguayo fueron sepultados junto a otros tres carabineros caídos en condiciones similares en el cementerio de Tacna, pero años más tarde fueron trasladados al cementerio de Arica, donde descansan hasta la fecha. “SIEMPRE VIVEN LOS QUE POR LA PATRIA MUEREN”, reza su epitafio y hoy como ayer, luego de haber transcurrido más de noventa años, este hecho permanece latente en el recuerdo de generaciones de carabineros que de norte a sur, al paso de rápidas cabalgaduras, cada día emulan el último patrullaje de Aguayo y su fiel caballo “Metal”.

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Extracto tomado de la web: identidadyfuturo.cl

Cortesía Guerra del Pacifico 1879-1883 grupo de estudio.